“En aquel tiempo, Jesús comenzó a enseñar de nuevo a orillas del mar de Galilea. Una multitud muy grande se reunió a su alrededor, de modo que Jesús entró en una barca y se sentó, mientras la multitud permanecía junto a la orilla, en la playa. Jesús les enseñaba muchas cosas en parábolas. Y, en su enseñanza, les decía: “Escuchad”. (Marcos 4,1-20)
Es necesario obedecer la Palabra
En la concreción de este Evangelio, Jesús va a comenzar a hablar sobre el sembrador, que sale a sembrar la Palabra.
Jesús es este sembrador. La semilla es la Palabra de Dios y si nuestro corazón está abierto y totalmente disponible para dejar que esa semilla caiga dentro de nuestro corazón y pueda germinar, producir frutos, estaremos realizando aquello que Dios nos pide.
Porque la Palabra de Dios, cuando entra en nuestro corazón, transforma nuestra alma, nuestra vida, nuestra historia.
La persona ya no es la misma, porque la Palabra de Dios, como dice el Nuevo Testamento, es como una espada de doble filo, que penetra en lo más profundo de nuestra alma y nos da la gracia de vivir la voluntad de Dios.
El reino de Dios, entonces, es proclamado por la Palabra. Marcos, en la sección de hoy, abre precisamente esto y nos ofrece una teología de la Palabra, del Reino.
Solo la Palabra de Dios puede transformar, ya sean los terrenos pedregosos que podamos estar viviendo… de espinos, de piedras; y también está nuestro corazón, si está disponible para recibir la Palabra de Dios, un terreno bueno.
Jesús comienza entonces a hablar en parábolas y esto, hermanos míos, Jesús nos lo dice en imperativo: “Escuchad” y el sentido bíblico de la palabra “escuchad” significa: obedeced. Es decir, damos nuestra adhesión a Dios. Jesús quiere entrar en relación viva con las personas a quienes se dirige, pero es necesario escuchar, es necesario obedecer la Palabra de Dios.
Ya ha sido lanzada la Palabra de Dios, ya ha sido sembrada, basta que yo y tú escuchemos y obedezcamos.
Que Dios nos dé esta gracia, que la Palabra de Dios fecunde en nosotros esta gracia de la salvación.
Descienda sobre cada uno de nosotros, sobre el terreno de nuestro corazón, la bendición del Dios Todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!