“Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, Jesús entró y, poniéndose en medio de ellos, dijo: ¡La paz esté con vosotros! Después de estas palabras, les mostró las manos y el costado. Entonces los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Juan 20, 19-31).
Misericordia: Fruto de la resurrección
Queridos hermanos y hermanas, hoy celebramos el Domingo de la Divina Misericordia, una fiesta instituida por el Papa Juan Pablo II y que nos invita a reflexionar sobre la misericordia infinita de Dios, que se revela en la resurrección de Jesús.
Ayer, yo decía en la homilía justamente esto: la misericordia es fruto de la resurrección de Jesús. Entonces, somos tocados por Dios por Su misericordia. Jesús muere y resucita por misericordia hacia nosotros, para salvarnos.
Y el Evangelio de Juan nos presenta un momento de gran gracia y de encuentro con el Señor resucitado, donde Él nos muestra, una vez más, la profundidad de Su amor y de Su misericordia.
La paz de Cristo, el don de Su presencia. Cuando el Señor dice “La paz esté con vosotros”, Él muestra el don de Su presencia, porque Él es el Príncipe de la Paz, Él, que vino a traernos la paz y, con la paz, la misericordia.
El Evangelio comienza con los discípulos reunidos, de puertas cerradas, temiendo por su propia vida; y es en ese contexto de miedo e inseguridad que Jesús se presenta en medio de ellos diciendo: “¡La paz esté con vosotros!”.
Jesús no los reprende por su falta de fe. ¡Mirad qué hermoso lo que hace Jesús! Él sabía que ellos tenían miedo, Jesús sabía que estaban desanimados, angustiados, y Él no reprende la falta de fe ni los censura por estar viviendo aquella realidad; al contrario, Él trae paz.
Jesús quiere traer paz en este domingo de la Divina Misericordia a tu corazón, porque el pecado nos roba la paz.
Y Dios, por su misericordia, nos devuelve la paz.
Por eso, mis hermanos, Él sabe de vuestras debilidades, Jesús sabe de vuestros miedos, Jesús conoce a cada uno de sus discípulos y, así, ofrece Su paz, la paz que viene de Su victoria sobre la muerte, su resurrección.
Por eso, mis hermanos y mis hermanas, pidamos al Señor, que nos transmite siempre Su paz, que es fruto de Su resurrección y es don de Su presencia.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!