“En aquel tiempo, estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió”. (Jn 19, 25-34).

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Hermanos y hermanas. En 2018, el Papa Francisco decretó que el lunes siguiente a Pentecostés, (que celebramos ayer), la Iglesia celebrará la memoria de María, Madre de la Iglesia. Entre los argumentos para tal institución se encuentra la presencia eclesial de la Virgen María. Ella estuvo presente desde la Encarnación del Verbo hasta el momento de la glorificación del Hijo de Dios. Te pregunto: ¿qué lugar le darías a alguien que ha estado a tu lado en todos los momentos de tu vida, especialmente en los más dolorosos? ¿Qué lugar le darías a esa persona?

Por eso la Iglesia honra a Jesucristo dando a su madre un lugar muy especial, incluso en el culto litúrgico, como es la memoria de este día.

El Evangelio de hoy señala la presencia de María en el momento de la cruz. Cuando la cabeza de la Iglesia, que es Cristo, está a punto de dar su vida por todo el cuerpo, allí está ella, la Virgen María, de pie junto a la cruz. Sin temor, sin volver atrás, libre, totalmente libre para amar.

María es el icono de ese discípulo libre. Aquel que no teme a su propia vida por amor a su maestro y a su Señor. Como fruto de esta presencia, Jesús nos hace un don. La Virgen María se convierte en un don de Jesús para toda la Iglesia. Y mira lo que hace Juan. El discípulo amado, representante de toda la Iglesia, el discípulo la acogió en su casa, dice el Evangelio. En griego, este término “consigo” es “idia”. Que significa aquello que es propio, peculiar, que le pertenece.

Acoger María como Madre y compañera

Es interesante: Juan no sólo acogió a María bajo un techo en su casa, como si se tratara simplemente de una asistencia, a una pobre viuda que ahora pierde a su único hijo. Juan la acogió dentro de sí, en sus realidades más íntimas, en su corazón, en todo aquello que formaba parte de su vida. María ahora estaba presente.

Esto es lo que Cristo espera de nosotros en relación con su madre. No se trata sólo de respetar a una pobre viuda, a una gran mujer que desempeñó un hermoso papel como madre del salvador. Cristo nos dio a su madre como compañera en todo momento. Un auxilio en nuestras tribulaciones, un consuelo en nuestras soledades, un remedio para nuestros dolores y nuestras heridas. “He aquí a tu madre”, y nosotros la acogemos como una orden del Señor.

Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.

¡Amén!