“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban” (Hechos de los Apóstoles 2, 1-2).
Reunidos todos en el mismo lugar, los discípulos estaban con María, la Madre de Jesús. Ellos guardaban el cumplimiento de las profecías, de la promesa de Jesús a ellos, de que ellos recibirían el Espíritu Santo. ¿Y cómo ellos estaban? En el silencio de la espera, de la expectativa, de la confianza de la oración; de repente, fueron envueltos por un ruido, por un ventarrón, por un viento fuerte, pero Dios es silencio. ¿y cómo Él hizo ruido?
Él viene irrumpir los ruidos que están dentro de nosotros, para llenarnos de la gracia del Espíritu, aquel viento retumbante, fuerte que viene para sacudir, mover las estructuras, para realmente quitar de dentro de nosotros, tirar para fuera aquello que no es de Dios, es soplar para dentro la gracia de la unción del Espíritu.
Mira que gracia es el Espíritu que nosotros recibimos, Él actúa en nosotros de dentro para fuera, Él actúa para nuestra transformación interior, pero Él actúa para libertarnos de todas las corrientes que nos hacen presos a este mundo, a la mentalidad de ese mundo y su forma de pensar, para que seamos movidos por la gracia del Espíritu.
Si somos sumisos al Espíritu, es Él que nos lleva a hacer a la voluntad de Dios
El Espíritu de Dios realiza maravillas en todas Tierra, Él renueva toda la Tierra, es así que cantamos hoy en toda Iglesia: “Envía Tu Espíritu, Señor, para renovar toda la Tierra” (Sl 103). Pero el Espíritu comienza renovando nuestra cara, nuestro corazón, nuestro propio interior, dándonos una nueva disposición, un nuevo amor por el Evangelio, un amor siempre renovado, un gusto siempre nuevo por la Palabra de Dios, un amor sublime por la Iglesia.
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Ese Espíritu opera la unidad en medio a la diversidad que todos nosotros vivimos, incluso, él opera la gracia de las lenguas. Hablamos lenguas muy distintas, más que nunca, hablamos lenguas muy confusas en los días de hoy. Más que las lenguas distintas de las naciones, nosotros usamos cada vez más lenguajes confusos para relacionarnos unos con los otros. Y si no somos movidos por el Espíritu, nuestra lengua se convierte fuente de agresión, de ataques unos contra los otros; nuestro lenguaje se convierte disimulada, nuestra evangelización se convierte debilitada y no somos movidos por la gracia del Espíritu.
Hoy, es día de someternos a la autoridad del Espíritu, a la gracia del Espíritu para que él opere en nosotros la acción de Dios. Mira, no somos nosotros que movemos el Espíritu, no somos nosotros que mandamos en el Espíritu, no somos nosotros que instrumentalizamos el Espíritu, somos nosotros que debemos ser sumisos, movidos y guiados por el Espíritu.
Cuando invertimos las cosas, ponemos el Espíritu debajo de nuestro ego, de nuestro orgullo y de nuestras vanidades, no operamos unidad con Dios ni con la humanidad; pero si somos sumisos al Espíritu, es Él que nos lleva a hacer la voluntad de Dios.
¡Dios te bendiga!
