“En aquel tiempo, Jesús salió y se fue a la región de Tiro y Sidón. Entró en una casa y no quería que nadie supiera dónde estaba, pero no pudo mantenerse oculto. Una mujer que tenía una hija con un espíritu impuro oyó hablar de Jesús. Fue a él y se postró a sus pies. La mujer era pagana, nacida en Fenicia de Siria. Le suplicó a Jesús que expulsara el demonio de su hija. Y Jesús dijo: Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perritos” (Mc 7,24-27).
Bien, hermanos y hermanas, en el evangelio de hoy encontramos una de esas palabras impactantes de Jesús: “Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perritos”. Para nosotros, con nuestra mentalidad actual, puede sonar absurdo que una mujer que se dirige a Jesús suplicando por su hija sea llamada “perrita”. ¡Qué insensibilidad por parte de Jesús!
Lástima que aquí no tenga la posibilidad de explicarles las diversas expresiones, por ejemplo, que tenemos, el dialecto de Minas Gerais-Brasil, donde algunas expresiones pueden parecer agresivas para alguien, pero quien conoce realmente el dialecto “mineiro” sabe que no es una palabra agresiva, sino una forma de hablar.
Jesús se encuentra, en lo que hoy es la frontera con el Líbano, y la mujer es una cananea sirofenicia. Jesús incluso responde usando el diminutivo de la palabra perro: kynarion, “perrito”. En aquella época, los paganos, los que no eran del pueblo hebreo, eran asociados con los perros. Por eso aquí necesitamos entender el contexto.
El animal se convirtió en una figura de impureza, de aquellos alejados de Dios. Hoy es un poco diferente, porque sería casi un elogio, teniendo en cuenta cómo hemos invertido los valores, cómo hoy en día las mascotas son tratadas con más dignidad que los seres humanos. Pero, a esa respuesta de Jesús, viene la demostración de fé de aquella mujer: “Señor, también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”.
En teología, decimos que Jesús aprendió de un modo humano, aunque era Dios. Y aquí hay una lección que el Hijo de Dios tuvo que aprender: la fe en el poder de su persona, porque quien tiene fe es capaz de tocar el corazón de Dios.
Jesús tuvo que entender que su misión era mucho más amplia que simplemente el pueblo de Israel. La fe de una mujer abrió una frontera, no solo entre dos países, sino entre un pueblo elegido, amado y bendecido, y otro pueblo que era excluido, que sufría y era pobre. Podemos afirmar, a partir de este texto y con San Pablo: “No hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo”, todos pertenecen al Señor.
La lección que el Evangelio nos da hoy nos hace ensanchar cada vez más nuestro corazón.
Sobre todos vosotros, descienda la bendición del Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¡ Amén!