“Estaba también allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad muy avanzada, pues había vivido con su marido siete años desde su virginidad, y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones. Esta, presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2, 36-40).
Profetisa a los 84 años
Muy bien, hermanos y hermanas, estamos en el sexto día de la octava de Navidad y la liturgia de la Palabra nos presenta a la profetisa Ana.
Por los datos que tenemos aquí de la llamada profetisa Ana, podríamos encontrarnos con una señora deprimida, abatida, desanimada, cerrada, llena de ira, destilando una letanía de victimismos. Pero es completamente lo contrario lo que vemos aquí. A los 84 años de edad, vivía en el templo día y noche, sirviendo a Dios con ayuno y oraciones.
Seguramente, ustedes deben conocer a una señora de ese tipo en su iglesia, en su parroquia, que se dedica a Dios de esa forma. Vean lo que Ana hizo con los episodios dolorosos de su vida. Ella transformó todo eso en servicio, y servicio alegre a Dios.
Esa actitud le concedió el privilegio de llegar en el momento exacto en que el niño Jesús estaba siendo presentado en el templo.
¿Fue una coincidencia? No, sino una providencia divina en la vida de aquellos que temen a Dios, que saben transformar incluso las cosas dolorosas de la vida en oportunidades para encontrar al Señor.
Ella vio al Mesías. Si ya estaba consolada por Dios en sus sufrimientos, ¡qué decir ahora, cuando sus ojos contemplan, allí, cara a cara, al Salvador de toda la humanidad!
El efecto que se produjo tras esta experiencia fue que ella comenzó a alabar a Dios y a hablar del niño a todos. Una señora de 84 años que se convirtió en una evangelizadora, una mensajera de la Buena Nueva del nacimiento de Jesús.
Entonces, el ejemplo de la profetisa Ana nos hace pensar que no podemos detenernos, no podemos desanimarnos, no podemos dejar que las situaciones difíciles de nuestra vida, tal vez dolorosas, como la pérdida de un ser querido, nos quiten al suelo. Por el contrario, tenemos que transformar todo eso en fuerza para que permanezcamos en el seguimiento a Jesús.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!