“Entonces Jesús comenzó a reprochar a las ciudades en que había realizado la mayor parte de sus milagros, porque no se habían arrepentido” (Mt 11, 20).
Hay un error y una ilusión mu grande de nuestra parte cuando nos ponemos, en nuestra relación con Dios, en la actitud de espectadores. Espectadores son aquellos que esperan, son aquellos que solo quieren ver. En a relación con Dios, no hay solo la relación de espectadores, pero hay la relación de comprometimiento.
De nada vale admirar lo que Jesús predica, de nada vale creer y dar alabanza en lo que Jesús hizo, menos aún esperar de Jesús curas, milagros y bendiciones, siendo que la mayor bendición, la mayor cura y el mayor milagro es nuestra conversión, es nuestra transformación interior. Nada se comparar a un corazón convertido, nada se compara a la dimensión de la gracia, que el cambio del corazón humano.
Nosotros, muchas veces, nos comportamos delante de Dios solo como espectadores, vamos a misa, participamos de las cosas de Dios – y eso es muy bonito, es alabanza, Dios nos bendice -, pero no nos comprometemos, no nos empeñamos en cambiar y convertirnos.
Es verdad que nadie se convierte solo, es la gracia de Dios que nos convierte, pero es más verdad aún que la gracia de Él no actúa en un corazón que no se abre, es más verdad aún que la gracia de Dios no es eficaz en un corazón que no empeña por el cambio de la vida.
La mayor bendición, la mayor cura y el mayor milagro es nuestra conversión, es nuestra transformación interior
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Si yo necesito convertirme para la paciencia, yo necesito esforzarme para ser una persona paciente, y Dios me va bendecir, me va iluminar, su Espíritu me ayuda, pero necesito querer ser paciente. Si quiero dejar de beber y no corto los vínculos o las situaciones que me llevan a las bebidas alcohólicas, no voy convertirme. Sé que necesito dejar ese vicio, sé que necesito dejar de hacer eso, sé que necesito cambiar eso en mi vida, pero no puedo quedar en aquella actitud pasiva, esperando tal vez el día que no llegue, para que yo cambie y me convierta. Todo día de nuestra vida es un día para convertirnos.
Todas las veces que la Palabra de Dios llega a nuestro corazón, ella viene como un llamamiento de conversión y de transformación. Yo creo en los milagros de Dios y confieso, con toda mi alma, que no hay milagro mayor que convertirse a cada día; no hay gracia más sublime que un corazón resentido y triste que perdona su hermano; no hay gracia más sublime que una persona que te hace mal y tu haces bien a ella; no hay gracia de conversión más transformadora en la vida que hacer el bien a quien nos hace el mal; no hay gracia más sublime que quien tiene vicios dejarlos de lado y procurar virtud. Quien vive de hablar mal comienza a hacer el bien y hablar bien del prójimo.
Necesitamos contemplar en nuestra vida los milagros de Jesús, necesitamos contemplar en nuestra vida la acción de Jesús, pues Él quiere convertirnos a cada día.
¡Dios te bendiga!