“Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero para decirle: ? Hijo, hoy tienes que ir a trabajar en la viña.? Y él le respondió: ?No quiero?. Pero después se arrepintió y fue” (Mt 21, 28-29).
Cuando miramos el Evangelio de hoy, con seguridad él es muy provocativo a todos nosotros, pero él es provocación para nuestra acomodación y, especialmente, para las apariencias que, muchas veces, demostramos tener y hacer en todas las realidades de la vida.
Aparentemente, todas las personas es buena, todos dispuesto, santo y evangélico, en el sentido de vivir el Evangelio. Aparentemente, decimos sí para todos o incluso para las cosas cotidianas de la vida, alguien me pide un favor: “¡Cuenta conmigo!” o “Va hasta mi casa” y respondemos: “Luego, luego estaré yendo hasta allá”. Tenemos mucho de aquella cosa de “decir con la boca y hacer poco con el corazón y con la verdad”.
Primero, porque no reflexionamos sobre lo que hablamos, nos gusta la buena apariencia, nos gusta mantener las cosas en la apariencia. Entonces, hablemos bien de las cosas de Dios, predicamos, anunciamos, exaltamos, pero, en el momento de hacer mismo, ni siempre corresponde. Es lo que llamamos de incoherencia entre lo que se habla y lo que se hace, entre lo que se propone y lo que se practica.
Cambiar de opinión significa reflexión, capacidad de rever los proprios conceptos y dirección
El segundo hijo fue coherente en el sentido de que él dejo cambiar sus proprio conceptos y su visión. Cuando él fue llamado por el padre, él respondió que no quería ir, era la sinceridad de su corazón, pero, después, cambio de opinión y fue.
Cambiar de opinión no significa debilidad, cambiar de opinión significa reflexión, capacidad de rever los proprio conceptos y dirección, lo que nosotros, muchas veces, no hacemos y, por eso, vivimos todas las incoherencias de la vida. Tenemos incluso opiniones equivocadas sobre muchas cosas, pero preferimos mantener en aquella dureza nuestra: “Fue lo que yo dije”. “Fue o que he pensado”. “Fue lo que he creído”. Quedamos en aquella dureza y no cambiamos.
Has sido grueso con alguien, entonces, tu prefieres quedar justificando tu grosería que cambiar de opinión y admitir. Por más que tengas razón y necesites decir: “Realmente, fui sin educación. Fue grueso. Fue orgulloso y soberbio”. Tu prefieres justificar toda tu agresión, pero no cambia de opinión y, por eso, no vivimos la conversión porque estamos siempre justificando nuestras situaciones y quedando en ellas.
El convertido de verdad es aquel que es capaz de rever los conceptos, tus opiniones; es aquel que es capaz de decir: “Mira, ayer yo dije así, pero sentí, he reflexionado, he pensado y he dejado la gracia de Dios hablar más alto que mis proprios conceptos y opiniones”. Ese es un convertido, y lo que más necesitamos es convertirnos de verdad.
¡Dios te bendiga!