En aquel tiempo, le fueron presentados unos niños para que pusiera las manos sobre ellos y orara; pero los discípulos los reprendieron. Entonces Jesús dijo: “«Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos»”. Y después de imponerles las manos, partió de allí. (Mateo 19, 13-15)
Hermanos y hermanas, los discípulos reprendían a los niños. El verbo que se usa aquí es epitimeo, el mismo verbo que usó Jesús para expulsar o acallar a los demonios. No era una simple reprensión, era casi un exorcismo, ¿verdad? Los discípulos quieren callar o demonizar al niño que llevan dentro de sí.
Quisiera proponer un enfoque diferente de este contexto en que Jesús bendice literalmente a unos niños. ¡Pero cuántas veces adoptamos nosotros también esa actitud de no aceptar los infantilismos que existen dentro de nosotros! O demonizamos algunos comportamientos, rechazando la falta de madurez que aún cargamos, o, a veces, no llevamos esos comportamientos ante Jesús para que Él los bendiga, a fin de que nos sane y nos convierta, de hecho, en personas maduras.
¡Cuánto afán de protagonismo de gente que quiere aparecer más que el propio Cristo!
Hay algunas cosas en las que no queremos trabajar, que no queremos tocar. Usamos lo que la psicología llama mecanismo de defensa del desplazamiento, para no enfrentar ciertas actitudes y comportamientos que pertenecen a nuestro universo infantil.
Y esto puede aplicarse también a nuestras reacciones humanas, pero también, y sobre todo, a nuestras posturas religiosas.
¡Cuántos celos eclesiásticos alrededor de nosotros! ¡Cuánto afán de protagonismo de gente que quiere aparecer más que el propio Cristo! ¡Cuánta gente en la Iglesia al sabor de las emociones, llevada de un lado a otro por satisfacciones momentáneas, sin compromiso ni entrega! Estoy con Dios, solo mientras dure la satisfacción, mientras dure el bienestar que disfruto de su presencia.
Cuando viene la prueba, abandono todo. Eso es infantilismo. Esos son comportamientos que tenían los discípulos de Jesús, que el autor sagrado relata en el Evangelio para que nosotros seamos sanados y liberados de todo eso. En fin, no hay otra salida.
Lleva a tu niño interior ante Jesús, deja que Él lo toque, que lo bendiga, para que tengas madurez y vivas como un verdadero discípulo de Jesús. De nada sirve demonizar, de nada sirve reprender.
Es necesario presentarle estas inconsistencias a Jesús, para que Él nos ayude a convertirnos en adultos en la fe.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!