“Apareció en el cielo una señal grandiosa: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap 12, 1).
Hoy, celebramos, con mucho amor en el corazón, la Asunción de Nuestra Señora. En realidad, estamos viendo la glorificación de la sierva del Señor, aquella que fue la humilde sierva de Dios, porque Él exalta los humildes, pero derrumba los soberbios y los orgullosos de corazón.
Dios exalta a quien sirve a Él con toda humildad. Y es por eso que queremos volvernos para la humildad de la Virgen María, porque ella se hizo toda sierva del Señor y de la humanidad. Ella se convirtió sierva de la Palabra, se puso para servir y no busco grandezas, no busco elevaciones humanas, pero, humildemente, estaba a servicio del Señor.
Aquello que de grandioso le fue concedido, la grandeza de su vocación, de elección divina que vino sobre ella — “Ella es la madre de mi Señor”, como Exclamó Isabel –, no es una cosa cualquiera, es una gracia sublime. No vemos, sin embargo, María lanzando confeti sobre ella; no la vemos poniéndose evangelicamente delante de nadie, no la vemos pensando importante por causa de eso. Nosotros la vemos, humildemente, poniéndose a los pies del Señor Nuestro Dios; vemos a la Virgen María poniéndose como la mujer de la escucha de la Palabra. Miramos a la Virgen María, y ella es la primera discípula. “Primera” no quiere decir la más importante, ella es la más importante para Dios y por nosotros, pero ella nunca se hizo más importante.
Volvámonos para la humildad de la Virgen María, porque ella se hizo toda sierva del Señor
Ella fue la primera que se dispone a escuchar su Hijo. Ya escuchó a Él desde su vientre, ya escuchó desde su primer balbucear, ya escuchó Jesús cuando aprendió a hablar; entonces, ella fue la primera que escuchó su Hijo Jesús. Ella pasó por muchas humillaciones.
El humilde transforma la humillación en oportunidad para crecer; el orgulloso transforma la humillación en resentimiento, rencor y tristeza. Las humillaciones que María sufrió fueron escaleras para llegar a los Cielos.
María transformó la humillación de no ser comprendida por José; María transformó la humillación de ser perseguida por Herodes con su Hijo cuando él nació, cuando ellos tuvieron que huir para el Egipto. María transformó las incomprensiones que sufrió incluso de su hijo, que tenía 12 años y se perdió. “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2, 49) Ella humildemente supo recogerse y ofrecer todo a Dios.
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Lo que no comprendo, no busco transformar en guerra, pero en un momento de reflexión para su crecimiento en el corazón. Por eso, María es la mujer de meditación, ella reflexionaba en las cosas de Dios, guardaba todo con la mirada de la gracia, y por eso se convirtió tan agraciada. Fue el ángel que llamo a ella: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Ella no se dejó perder, pero cada vez más, ella se elevaba a Dios y no a sí misma.
María, hoy exaltamos tu humildad, tu servidumbre, tu modelo de mujer evangélica. Hoy, nosotros te contemplamos; y cuando contemplamos su ascensión a los Cielos, contemplamos el Dios Todopoderoso que eleva toda la humildad del alma, que derrumba toda la soberbia del corazón humano.
Sigamos los pasos de la Virgen María para que con ella podamos, siguiendo su Hijo Jesús, llegar también la gloria del Cielo, pues María siguió el camino estrecho de la vida evangélica, el camino que guió a los Cielos. ¡Salve la Bienaventurada y siempre Virgen María asunta a los Cielos!
¡Dios te bendiga!