Dejémonos santificar por Dios y que la presencia de Él santifique todo aquello que nosotros realizamos
“Si es santo el que los llamó, también ustedes han de ser santos en toda su conducta, según dice la Escritura: Sean santos, porque yo soy santo” (1Pd 1, 15).
El Señor Nuestro Dios es santo y no desea que seamos menos que eso, Él desea que, también, seamos santos. La santidad, desgraciadamente, se ha vuelto algo ridiculizado, despreciado y concedido solo a una casta privilegiada, aquellos que habitan en el Cielo y que nosotros los invocamos: los santos de nuestra devoción y predilección.
En un engaño, una visión distorsionada, porque la santidad es una obligación de todos, es un privilegio de acercarnos de Dios. Vamos santificarnos cada vez más y llevando la vida en Dios.
La santidad no es otra cosa que no se vuelva nuestra vida humana digna, justa, honesta y, sobre todo, una vida en el Espíritu. Sin embargo, no podemos engañarnos, creer que la vida en el Espíritu es la vida de aquella persona que reza todo el tiempo, sin parar.
La vida en el Espíritu Santo es hacer todas las cosas en la presencia del Señor sin ignorarlo en nada de lo que realizamos. Podemos engañarnos y creer que estamos ante el Señor cuando estamos en la Iglesia, cuando vamos rezar, y allí ganamos una carga de santidad y volvemos para vivir de cualquier manera.
Es obvio que, el momento es santificante y especial, es hora de estar rezando delante de la presencia del Señor, porque Dios, por vía de la oración, nos santifica, renueva y fortalece nuestra disposición interior, pero santidad se hace en la vida, se hace viviendo. Se hace con la madre que lleva el hijo en el regazo, que cuida de la enfermedades, de sus obligaciones de madre y esposa. La Santidad se hace en el hombre que lleva en serio el matrimonio, su trabajo y sus responsabilidades.
La santidad no es para ser vivida solo en el ámbito de aquellos que están en la Iglesia rezando, porque, muchas veces, el exceso de las oraciones puede ser una fuga de la vida presente. Y, no se huye de la vida presente, de los compromisos, y de las responsabilidades, porque así, no nos santificamos y tampoco santificamos el mundo en que vivimos.
La santidad se hace en el día a día, por veces cayendo, pero levantando; dejando Dios iluminarnos, guiarnos y conducirnos, porque Él nos santifica. Dejémonos santificar por Dios y, que la presencia de Él, santifique todo aquellos que nosotros realizamos.
¡Dios te bendiga!