“En aquel tiempo, dijo Jesús: Mas ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando” (Mt 23,13-22)
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Nos encontramos ante ese grupo que, constantemente, intenta poner a Jesús en jaque: los maestros de la Ley y fariseos. Tenían una vida de formalidades, con sus propias ideas y métodos. ¡Cuántas veces nos aferramos a nuestras ideas y métodos sobre las cosas de Dios y queremos imponérselas a los hermanos! Estas ideas y métodos, que son nuestros, no contribuyen a la salvación. Lo que sí contribuye a la salvación de nuestros hermanos es el encuentro personal con Jesús, es permitir que cada uno sea movido por la fuerza del Espíritu Santo y tenga una vida y una dinámica de entrega a Él.
Vivir según el Espíritu Santo tampoco es vivir según mi método o tu método. ¡Cuántas veces nos perdemos en nuestras estructuras! Los maestros de la Ley tenían sus estructuras, los fariseos también, y querían encajar a cada uno en esas estructuras que no ofrecían salvación. Ni ellos se salvaban, ni aquellos a quienes querían unir dentro de esas estructuras alcanzarían la salvación.
Vivir libremente en Dios
Por eso Jesús dice: “Vosotros, sin embargo, no entráis” – refiriéndose a aquellas normas y reglas – “no vivís y tampoco dejáis entrar a aquellos que desean vivir libremente en Dios”. Vivir libremente la voluntad de Dios. No sin reglas, es preciso que quede claro, pero sin un encaje en un cuadradito. “Es solo esto aquí, tienes que hacerlo de esta manera, a mi modo, de la forma que yo digo, solo haciendo esto serás salvo”. No, no es así nuestra vida cristiana. No es así la vida en el Espíritu. No es así la vida en Dios.
La vida en Dios está hecha de obediencia a Él en primer lugar, y obediencia a aquellos que Él mismo constituyó. Es a partir de ahí que seremos salvos y no seremos como hipócritas, no viviremos la hipocresía de los maestros de la Ley y de los fariseos que no viven, pero quieren que los demás vivan.
Que la realidad de la santidad en nuestra vida sea alcanzada por nosotros para que alcance a aquellos que queremos, a aquellos que invitamos a esta vida de entrega, de evangelización y apostolado. La santidad es posible en Dios, en la voluntad de Dios, no en nuestras ideas y reglas.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!