“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mt 16, 24-28).
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Hermanos y hermanas, la dinámica de nuestra existencia es siempre la de la ganancia. Queremos ganar. Y Jesús nos enseña una lógica diferente. Él dice que en el reino de los cielos gana quien pierde. ¿Pero qué pierde? Pierde y mira con desprecio las realidades transitorias, que pueden atraparnos y generar el apego de nuestro corazón, porque “donde está tu corazón, ahí está tu tesoro”. Que nuestro corazón esté enteramente en Dios. Perdemos para las realidades de este mundo, pero para ganar las realidades del cielo que el Señor nos ofrece.
La renuncia que transforma el corazón
Y aquí la palabra que sobresale es renuncia. “Niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” No se trata de renuncia por renuncia. No se trata de: ‘ah, yo renuncio, por lo tanto, soy bueno’, sino ‘yo renuncio porque el Señor me lo pide’. Entonces, la palabra adecuada es oferta. Me ofrezco a Dios, no renuncio porque soy mejor que los demás, porque soy bueno, soy el sujeto de la acción. No es ese el sentido. El sentido es poner a Dios como el sujeto principal. Por eso, en la experiencia de renuncia, te ofreces.
Te pierdes para las realidades a las que podrías estar apegado y ganas en Dios. Ganas porque permaneces en Dios, porque alimentas cotidianamente el deseo de permanecer en Él. Toma tu cruz, toma aquellas realidades que querías tomar para ti mismo, aférrate y entrégaselas al Señor. Él conoce tu corazón, tu vida y sabe lo que es mejor para ti, entonces, ofrécete a Dios en este día con todo lo que eres.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!