“Mientras Jesús estaba en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra. Al ver a Jesús, se postró ante él y le rogó: Señor, si quieres, puedes purificarme” (Lc 5, 12).
Cuando mira este pasaje del hombre leproso, aquí narrado a nosotros por San Lucas, póngame en el lugar de él. Mira ese hombre en una profunda humildad, ya viviendo la humillación que es la lepra, con todo aquello que era en su época, lo que aquello provocaba de rechazo social, la marginalidad – los leprosos vivían a la orilla de la sociedad.
Mismo siendo humillado por aquella condición, él se pone en el acto de profunda humildad. Y humildad es aquel que se pone a los pies del Señor. El orgulloso y soberbio se pone siempre por encima. El orgulloso, el soberbio nunca para reconocer, él para acusar, para reclamar, poner la culpa en los demás, en Dios y en todo.
Miremos para nuestro corazón: ¡cuantas cosas viejas, estropeadas, sucias, inmundas aún están dentro de nosotros!
El humilde es aquel que sale de la cabeza y viene para el corazón; el humilde es aquel que quita la soberbia de sí, que se humilla en la presencia de Dios para buscar Su amor y Su misericordia. El humilde es aquel que mira para sí y reconoce sus debilidades y sus impurezas, así habla: “Señor, yo necesito ser lavado y purificado. Si tu quieres, tu tienes la gracia, la unción, el poder para libertarme, purificarme, renovarme”, y es por causa de humillación y de la humildad de ese corazón que Jesús dijo: “Sí, quiero ser sanado, ser liberto, purificado y renovado”. Todos nosotros necesitamos.
Miremos para nuestro corazón: ¡cuantas cosas viejas, estropeadas, sucias están dentro de nosotros! ¡Cuantos pensamientos equivocados nosotros tenemos, cuantas maldades aún pensamos sobre el otro, cuantos sentimientos negativos! Sé que no mostramos a los demás, preferimos ocultar dentro de nosotros, por eso estamos teniendo mucha indigestión mental y sentimental, de muchos sentimientos negativos acumulados guardados y ocultos dentro de nosotros.
Muchas veces, vivimos de apariencia, de aquello que los demás ven, incluso nos cuidamos mejor en la forma de ducharnos, de limpiar la piel, de mostrar para los demás, pero es necesario permitir que Dios nos purifique de verdad. Necesitamos de humildad de ese leproso para ponernos a los pies del Señor: “Yo quiero ser purificado. Quiero tener un corazón libre de toda suciedad, de todo aquello que me convierte impuro”. El Señor quiere que todos nosotros seamos purificados.
¡Dios te bendiga!