“Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar.” (Lc 7, 11-15).
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Aquí, tenemos dos dimensiones: la pertenencia y el fruto. Ambas realidades están muertas. ¿Por qué digo esto? Porque la mujer, en aquel tiempo, era pertenencia de su esposo; después, el hijo era considerado un fruto, un fruto de su matrimonio. Más allá del contexto machista de la época, la pertenencia de la mujer a su esposo era una especie de suelo, era un terreno seguro, donde ella tenía garantizada su subsistencia, su nombre, su protección, su honor, su referencia y también su posibilidad de generar. Dejemos de lado esa realidad del contexto machista de la época. Pero, genuinamente, en esa dimensión de la pertenencia, era eso lo que la mujer recibía.
Abandonadas, cambiadas, traicionadas
Después, entro en la segunda cuestión, que es el fruto. Aquel joven era hijo único, o sea, su único fruto en esta tierra era aquel joven. Y como dije, ambos, pertenencia y fruto, están condenados por la muerte. ¡Cuántas mujeres no viven este drama hoy! O perdieron al marido por la muerte o lo perdieron porque fueron abandonadas, cambiadas, traicionadas. ¿Cuántas mujeres, madres, perdieron el fruto de su vientre por el tráfico de drogas, por un asesino, una enfermedad, un accidente? Jesús comparte el dolor de esa madre y de esa mujer que está completamente envuelta por el luto.
Recientemente, en la historia de nuestro país, sufrimos mucho junto a las familias de las víctimas de aquel trágico accidente aéreo. ¡Cuánto sufrimos y nos compadecimos de esos hermanos nuestros! ¡Cuán dolorosos deben haber sido aquellos funerales! Por eso Jesús, en el Evangelio, siente compasión por el dolor humano. Jesús consuela, Él toca no solo los ataúdes, sino los corazones de cuantos, por este mundo, sufren el dolor de pérdidas tan significativas. Basta pensar en el horror provocado por las guerras de los tiempos actuales.
Cuando Él le dice a aquella viuda “no llores”, no es una frase básica de condolencia, de cuando la gente encuentra a alguien pasando por una situación de luto. Esa frase de Jesús, en verdad, es una sentencia a todo sufrimiento, pues, un día, ese sufrimiento va a acabar. El dolor tiene sus horas contadas, porque Jesús va a restituir su alegría. Confía en Él, lánzate en las manos de Jesús.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!