“Por último envió a su hijo, pensando: ?A mi hijo lo respetarán?. Pero los trabajadores, al ver al hijo, se dijeron: ?Ese es el heredero. Lo matamos y así nos quedamos con su herencia?. Lo tomaron, pues, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Ahora bien, cuando venga el dueño de la viña, ¿qué hará con esos labradores?» Le contestaron: «Hará morir sin compasión a esa gente tan mala y arrendará la viña a otros labradores que le paguen a su debido tiempo.» Jesús agregó: «¿No han leído cierta Escritura? Dice así: La piedra que los constructores desecharon llegó a ser la piedra angular; ésa fue la obra del Señor y nos dejó maravillados. Ahora yo les digo a ustedes: se les quitará el Reino de los Cielos, y será entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos.»” (Mt 21, 37-43).
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Estamos en el 27º Domingo del Tiempo Común y, hoy, la Liturgia de la Palabra compara el Reino de Dios con una viña.. La viña que el Señor sembró y puso a nuestros cuidados para trabajar en ella y, así, producir buenos frutos.
Estos buenos frutos es una consecuencia de nuestra fidelidade y correspondencia a la voluntad de Dios. Ese Dios que se dedica a nosotros, que confía, nos ama y se ofrece a todos por medio posibles para que podamos, cada vez más, producir buenos frutos, los frutos que Él espera de nosotros.
Ocurre que ni siempre somos fieles, ni siempre correspondemos a esta dedicación de Dios en nuestra vida. Aún con todo amor, cariño y cuidado de Dios, acabamos por producir uvas ácidas, frutos que no sirven para el consumo.
No despreciemos el amor de Dios, pero acogemos a Él, en el día a día, para producir buenos frutos
Tratamos con indiferencia y con falta de amor los cuidados de Dios, despreciamos Su voluntad, no seguimos Sus direcciones y nos olvidamos que todo viene de Él, todo viene de Su amor, todo viene de Su cuidado, en lugar de producir frutos de santidad. Y Jesús nos habla justamente de estos que rechazan el amor de Dios, que hicieran mal uso de todo lo que Él se ha dedicado en la vida de ellos.
Todo lo que Dios puso a disposición para que nosotros podamos crecer en santidad, crecer en las virtudes. Y, como siempre, podemos comprender que la ingratitud, el orgullo y el desprecio por las cosas de Dios es la fuente de toda la destrucción, es la fuente de la muerte, es la fuente del mal.
Por eso, el Señor, hoy, nos llama nuevamente a ocuparnos de las cosas de Dios, a ocuparnos de las cosas santas, a cuidarnos de aquellos que Él ha confiado a nosotros, de aquello que Él puso a nuestro cuidado, de aquellos que Él se ha dedicado en nosotros para sernos santos.
El Señor nos llama a la santidad, Él puso muchas cosas a disposición para que podamos ser santos. La llegada de Jesús, el Hijo de Dios, fue esta mayor dedicación para que nosotros podamos ser santos, por eso, no despreciemos el amor de Él,pero acojamos, en el día a día, el amor de Dios para producir buenos frutos, frutos de santidad.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!