Tomemos cuidado con esa hipocresía de cuidar solamente lo externo y no dedicarnos a la limpieza de nuestro interior.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, y así también quedará limpia por fuera.” (Mateo 23,25-26)

Estamos usando la comparación del cuerpo y del plato, porque nos gusta mostrar limpio siempre lo externo, nos empeñamos en limpiar nuestra piel,  limpiar nuestro exterior, nos gusta usar ropas que muestren que estamos siempre bien, limpios, cuidados y demás.

Tomemos cuidado con esa hipocresía de cuidar solamente lo externo y no dedicarnos a la limpieza de nuestro interior, es decir, no dedicarnos a limpiar el alma, el corazón, en lavar realmente nuestro interior. Si el exterior tiene la capacidad de ensuciarse, de contaminarse de polvo y virus del mundo externo en el que vivimos, imagínate nuestro interior, porque nuestras emociones están siempre fragilizadas; estamos viviendo siempre con esa o aquella situación y fácilmente nos resentimos, nos lastimamos y nos decepcionamos. Con facilidad, guardamos cosas equivocadas que captan los ojos, que escuchan nuestros oídos y que entran en nuestro interior.

La verdad es que la suciedad se va acumulando dentro de nosotros, cosas viejas y dañadas se están pudriendo en nuestro interior. El gran cuidado del alma es cuidar de nuestro interior, es dedicarnos, de verdad, a limpiar y purificar los sentimientos del alma, de nuestros sentidos interiores, porque lo que viene desde dentro es lo que, realmente, nos va a edificar.

La boca habla de lo que se tiene en el corazón, los ojos cobijan lo que surge de dentro, por eso es fundamental y el principal trabajo del hombre religioso es cuidar de su interior, es dedicarse de cuerpo, alma y mente y, con todas su fuerzas, en ese doloroso y ardiente trabajo de limpiar el cuerpo por dentro, lavar el alma, el corazón y el interior.

¡Dios te bendiga!