“En aquel tiempo, había también una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada; de joven había estado casada y había vivido siete años con su marido. Después quedó viuda y ahora tenía ya ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se presentó en ese momento y se puso a alabar a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén” (Lucas 2, 36-40).
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Esperanza en el futuro
Hermanos y hermanas, la verdadera oración no es una huida del mundo, sino una forma de habitarlo con los ojos de Dios. Y vemos esto en la figura que se nos presenta en este día, que es Ana. Ella no se retira por desilusión, sino para sumergirse en lo esencial.
Vivir para lo esencial
¿Y qué es lo esencial? La presencia de Dios.
Ana se desgasta con ayunos y también con oraciones, con mucha oración. Viuda desde hace décadas, permanece en el templo, entre ayunos y oraciones, viviendo no de la nostalgia del pasado, sino de la esperanza del futuro.
Ella tiene la esperanza ante sus ojos ahora, por eso reconoce al niño.
La mirada que reconoce la salvación
Mientras tantos pasan distraídos, ella ve y proclama. La verdadera profecía es la voz que señala más allá de sí misma.
Mucho más allá del esfuerzo de Ana, mucho más allá del esfuerzo por el ayuno, por la oración, ahora sus ojos han visto la salvación más allá de sí misma, en la presencia de aquel niño que representa la realización de todas las promesas, todas las promesas que ella llevaba en el corazón hasta aquel momento.
Perseverar en la promesa
Confiemos también todas nuestras esperanzas a Dios.
¿Cuáles son las promesas que te han hecho? ¿Cuál es la promesa que esperas ver realizada en tu vida?
Ana es esa figura que nos pone también en este camino de gran esperanza, pero también de gran perseverancia, porque, en el momento decisivo, el Señor actuará también en nuestra vida.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!



