“Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: ¡Si tú también hubieras comprendido en ese día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos” (Lucas 19,41-42).
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Mis hermanos, Nuestro señor Jesucristo sigue para Jerusalén, para vivir y para sufrir la pasión, la Muerte y la Resurrección, Su Pascua. Y, cuando Él se depara con la ciudad santa, con Jerusalén, comienza a llorar. Pero, ¿por que Él comienza a llorar? ¿Por causa de Su pasión? ¿Por causa de Su Muerte y Resurección? ¡No! Él comienza a llorar porque, desgraciadamente, Jerusalén y muchos de sus habitante no reconocerán a Él como el Señor.
Desgraciadamente, allí, el Señor sufrirá el desprecio, va ser rechazado, azotado, recibirá los castigos, escupir. Nuestro Dios fue blasfemado allí, entonces, el Seçnor siente ese dolor interior y comienza a llorar delante de Jerusalén, por causa del rechazo, porque él ha venido para los Suyos, pero ellos rechazaran a Él.
Dejemos que las lagrimas del Señor puedan lavarnos y purificarnos
Mis hermanos, el dolor físico duele, pero el dolor de la traición y el dolor del rechazo, muchas veces, duelen más que un accidente, un golpe, que un dolor físico. Y Jesús ha sentido ese dolor interior, por eso, ha llorado.
Las lagrimas del Señor deseaban conmover los habitante de Jerusalén; las lagrimas del Señor desean también conmovernos. Mis hermanos, dejémonos tocar por las lagrimas del Señor, dejemos que las lagrimas del Señor puedan lavarnos y purificarnos. Y, cuando escuchamos el relato sobre el lloro de Nuestro Señor, también lloremos por nuestros pecados y por nuestras infidelidades. Lloremos y nos convirtamos. Vamos cambiar de vida, y vamos acoger el Señor y Salvador Jesucristo.
En el lloro del Señor también esta nuestro lloro, también están nuestras lagrimas, pero de arrepentimiento y de retorno a Su amor y a Su misericordia. Lloremos nuestros pecados, nos convirtamos y busquemos Su Reino en primer lugar.
La bendición de Dios Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!