“Cuando uno oye la palabra del Reino y no la interioriza, viene el Maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino” (Mt 13, 19).
Escuchamos muchas veces la parábola del sembrador, pero, muchas veces, no entramos en la esencia de aquello que, de hecho, ella significa para nosotros. La Palabra de Dios no es solo para ser escuchada. Tu puedes incluso escucharla todos los días, aún más en los tiempos en que vivismo, en que se multiplican muchos los que usan de los medios y de los medios de comunicación para predicar. ¡Eso es gracia!
Necesito decir a ti que: no basta escuchar, es necesario también entender y comprender, pero entender y comprender no puede ser traducido de la forma como nosotros queremos: “Ahora entiendo todo en la Biblia”. No es ese conocimiento científico y teológico, porque la Palabra de Dios tiene de ser traducida para mi vida.
“Yo escucho la Palabra, pero es para el otro”. ¡No” La Palabra de Dios es siempre para mi. Todo vez que la Palabra es anunciada, tengo que acogerla para mi corazón y permitir que ella sea traducida y comprendida para mi propia vida, porque si yo no hago así, el maligno viene y roba aquella Palabra, él quita de mí aquella gracia que fue sembrada y vuelvo para mi mundo de las preocupaciones, de los devaneo, de las distracciones y no dejo que la Palabra produzca frutos en mi vida.
Seamos aquel oyente que deja la Palabra fecundizar frutos de conversión en la propia vida
Sabe, a veces, incluso recibo con alegría la Palabra de Dios, pero no tengo raíces, y, cuando no tenemos raíces, es decir, profundidad, no profundizamos, no sumergimos en la Palabra. Cuando viene cualquier sufrimiento, persecución y dificultad olvidamos o abandonamos la Palabra. Cuando no estoy muy sofocado por los espinos de la vida, estoy sofocado con mis preocupaciones, con mis cuentas y con mis problemas. Estoy sofocado en muchas otras cosas que no consigo tener tiempo para sumergir en la Palabra. Por eso, la Palabra de Dios que viene a mí no produce los frutos que necesita producir.
Cuando la semilla cae en la tierra buena (y sabemos que la tierra buena es aquella tierra que va trabajando la semilla, fecundando, haciendo brotar; la tierra buena, o el corazón bueno, es aquella que acoge la Palabra con amor, con simplicidad, pero sin dejar de tener pasión), va entrando la Palabra y permitiendo que ella entre en el corazón, va comprendiendo que la Palabra de Dios es para mí, para mi vida y para mi transformación. Va comprendiendo que quien necesita cambiar soy yo; soy yo quien necesito rever mis posturas, mis elecciones, yo quien necesito moldar mi temperamento, mis sentimientos; yo quien necesito cambiar mis actos y mis actitudes.
La Palabra va entrando como una espada, va formando y cortando lo que no es de Dios, y comenzamos a percibir los frutos en la vida.
Por supuesto que, quien tiene más pasión; se entrega y permite realmente vivir la conversión también experimenta más frutos. Pero, cada uno de nosotros, en su debido tiempo, experimenta los frutos del Reino de Dios, desde que permita que la Palabra caiga y no sea solo un oyente. Seamos aquel oyente que deja la Palabra fecundar los frutos de conversión en la propia vida.
¡Dios te bendiga!