El mundo de Dios es sublime y eterno, no tiene comparación con ese mundo sucio
“Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, él mundo los odia” (Jn 15, 18-19).
La Palabra de Dios, que viene a nuestro encuentro hoy, nos hace distinguir el mundo que se alejó de Dios, que no acepta las cosas de Él, odia la verdad y se opone al mundo creado por Él, porque este es bueno y tiene que ser cuidado, amado y valorado.
Si somos discípulos de Jesús y buscamos vivir como hijos de Dios, es obvio que ese mundo nos va odiar, porque no pertenecemos a él. Cuando digo “pertenecer a ese mundo” no quiere decir que vivimos extraterrestres; por el contrario, quiere decir que vivimos en él, pero nuestra mentalidad es del Cielo, es la mentalidad de Cristo.
Las concepciones del Evangelio son, muchas veces, rechazadas, y se convierten algo abominable para muchos. Hay muchas criticas, persecuciones, muchas personas que se burlan de la fe, en la religión y en la verdad. ¿Cuál es nuestra respuesta ante eso?
Si el mundo siembra el odio, no sembramos odio, no respondamos con odio, no partamos para el combate quieren hacer, cediendo a las discusiones tolas, vacías, que no llegan a ningún lugar. Evangelicemos el mundo, pero no peleemos con él, porque ni existe rivalidad entre nosotros y él. El mundo de Dios es sublime y eterno, pero no tiene comparación con ese lugar sucio en que vivimos. Amemos nuestros hermanos, amemos unos a otros, evangelicemos, anunciemos el Evangelio, pero no podemos ceder a las tentaciones mundanas.
La gran tentación no son los placeres del mundo, porque este quiere ponernos en peleas y competitividad, pero esas competiciones no son saludables. Anunciemos el Evangelio sin necesitar rivilizar, guardemos el Evangelio. Nuestro esfuerzo, nuestra pelea y determinación es para rever. Y cuanto más nos cobran, cuanto más nos quitan piedras, más necesitamos poner la mano en la conciencia y decir: “Necesito convertirme. Necesito ser mejor. Necesito ser más de Dios. No puedo ser mundano, pero sin llevar la santidad como compromiso de vida”.
¡Dios te bendiga!