“En aquel tiempo, la multitud preguntó a Jesús: “¿Qué señal realizas, para que podamos ver y creer en ti? ¿Qué obra haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está en la Escritura: ‘Pan del cielo les dio a comer'”. Jesús respondió: “En verdad, en verdad os digo, no fue Moisés quien os dio el pan que vino del cielo. Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo” (Juan 6, 30-35).
Jesús no es un mago
Bueno, hermanos míos y hermanas mías, ¡a veces, la multitud pide cada cosa a Jesús, que da vergüenza! Muchas veces, nosotros también pedimos determinadas cosas al Señor que nos causan vergüenza.
¡Cuántas veces nos dirigimos a Jesús con determinadas peticiones! Nuestra gracia es que Jesús tiene una inmensa compasión por la miseria humana, así como Él la tuvo con esa multitud.
Hoy, incluso en el Evangelio, la multitud trata a Jesús como si fuera un mago, ¿no es así? ¿Qué señal haces? Como si Jesús usara un sombrero de copa, de donde salen efectos especiales para que todos crean que Él es Dios.
Pero Jesús no se presenta como una magia del Padre del Cielo para sorprendernos, sino que se presenta como el espectáculo del amor, haciéndose comida para saciar definitivamente el hambre de todos.
Lo espectacular en todo esto es que no existe aquella varita mágica para realizar ese efecto. Existe la cruz de Cristo, que es el instrumento por el cual esta oferta de su propio cuerpo se hace posible. Es el cuerpo de Cristo sobre el leño de la cruz el que sacia a toda la humanidad de aquella hambre existencial, de aquel deseo de felicidad. El cuerpo de Cristo no caerá del cielo como el maná que alimentó al pueblo en el desierto. El cuerpo de Cristo ya nos ha sido entregado. Nos corresponde a nosotros acercarnos a Él con el corazón purificado, libre de pecado para tener acceso a ese pan bendito dado por Dios para nuestra salvación.
¡Qué milagro tan hermoso se nos ofrece en cada Eucaristía! Vemos pan, pero es el cuerpo del Señor. Vemos vino, pero es la sangre del Cordero.
La transubstanciación es ese milagro perenne donde Cristo se nos da como alimento. ¡Bendito sea Dios por ello!
Damos gracias por el ministerio ordenado en la vida de nuestra Iglesia, que nos da acceso a tan gran don.
Por eso la tarea para hoy es: antes de hablar mal de su párroco, de algún obispo, de algún ministro de la Iglesia, alaben a Dios por estos hombres, por nosotros, frágiles, pero puestos por Cristo mismo al servicio del pueblo para saciar el hambre de Dios¹, celebrando el misterio de la Eucaristía.
Ese gran don, esta gran señal del amor de Dios por nosotros.
Sobre todos ustedes, venga la bendición del Todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén!