14 Nov 2018

Tengamos un corazón agradecido a Dios

En esta vida, nada más nos sana que tener un corazón agradecido, un corazón que alaba y exalta

“Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta” (Lucas 17,15).

Jesús estaba acercandonos de un pueblo y, cuando se acercaba de este pueblo entre la Samaria y la Galilea, diez leprosos salieron a su encuentro y suplicaron: “Maestro, ten compasión de nosotros”. Estos leprosos querían quedar sanados, querían estar limpios de aquella condición, querían estar en medio de los hombres. La lepra era considerada una impureza y alejaba estas personas de la convivencia social y, ellos, querían volver.

Jesús acoge toda y cualquier impureza, sea de orden física, moral, social. Porque, Jesús es Aquel que, con Su amor, sana todas sus realidades; es Aquel quien trae para el corazón de Dios aquellos que fueron apartados por los hombres o por sus propios pecados.

Mira: de los diez leprosos que pidieron la gracia, uno de ellos que no era judío, era samaritano, y volvió para glorificar a Dios en alta voz y, más aún, él cayó con el rostro por tierra para alabar lo que Jesús hizo por él.

La expresión “agradecer en alta voz” es la expresión de un corazón que vive un entusiasmo sin igual, de reconocimiento y gratitud por lo que Dios realizó en su vida.

Somos, muchas veces, cristianos mal agradecidos, pasamos buena parte de nuestro tiempo reclamando, murmurando, hablando mal de la vida de los demás. No tenemos un corazón agradecido, entramos en una oración y la cosa más difícil es alguien conseguir levantar las manos y decir: “Gracias, Señor. Yo te alabo por lo que el Señor realizo en mi vida”.

En esta vida, nada más nos sana que tener un corazón agradecido que alaba y exalta, pero no sirve alabar y tampoco agradecer de cualquier forma. La alabanza viene del reconocimiento y del engrandecimiento de Dios en nuestra vida.

Cuando rebajamos nuestro orgullo y nuestra autosuficiencia, la humildad que hay en nosotros, nos lleva alabar, agradecer, bendecir y glorificar al Dios maravilloso que cuida de nosotros, nos purifica, nos perdona y nos renueva.

No podemos ser como aquellos nueves leprosos, porque ellos no fueron salvos. Ser salvo es, por encima de todo, ser liberado de aquel corazón pernicioso que ellos tenían. Y, nosotros, muchas veces, no nos libramos de ese corazón pernicioso, porque no sabemos ser agradecidos.

“Yo te alabo, mi Señor, mi Dios y mi Salvador, porque en mi vida realiza maravillas. A Tu nombre la alabanza, la acción de gracias. A Tu nombre bendigo y agradezco eternamente. Porque, en mí vida, el Señor realiza maravillas a cada día”.

¡Dios te bendiga!

Pai das Misericórdias

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